El teatro popular está fundamentalmente en manos de compañías ambulantes que esperan poder hacerse estables asentándose en Londres. Este hecho hay que entenderlo en la peculiaridad de las islas inglesas que vivían en un inmovilismo tal que la población estaba fijada al territorio de tal manera que no se podían mover de una zona a otra. Así, los actores y las compañías debían convertirse sucesivamente en criados de uno u otro señor (y más tarde de la propia reina) para poder moverse de una parroquia a otra. La reina les daba unos salvoconductos e incluso vestidos viejos (que luego utilizarían para las representaciones) de modo que pudieran moverse por el país. Con el tiempo la batalla se libró en la propia ciudad de Londres. Con el aumento de la popularidad del teatro también aumentaron las reticencias de los puritanos que intentaron reglar las actuaciones llegando a prohibir que las mujeres actuasen, por razones de higiene lograron aprobar una ordenanza que cerraba los teatros cuando aumentaban los muertos por tifus (epidemia endémica de la ciudad). Por ello se construyó un primer teatro al otro lado del río Támesis (hacia 1576). Con la oposición de los puritanos pero con el gusto y beneplácito de la reina, el teatro se convirtió en un buen negocio que potenció la ccreatividad y aumentó el nñumero de autores y representaciones. Fuera
de la jurisdicción de la City, Londres tuvo, durante el periodo
isabelino, una decena de teatros permanentes, la mayoría al aire
libre, situados al norte y sur del Támesis. Se trataba de teatros de
madera, o de madera y ladrillo, con partes techadas de paja, que en
algún momento eran pasto fácil del fuego. Solían ser poligonales,
con tendencia a la forma circular. Constaban de patio, en el que el público seguía la representación de pie, y dos o tres pisos de galerías. Esta disposición recordaba la de las posadas inglesas (inn) de dos o más pisos, en los que las galerías daban acceso a las habitaciones de huéspedes. A falta de otros locales, los cómicos se habían acostumbrado a actuar en estas posadas. De ahí que, a la hora de construir un teatro, se partiese de la conocida arquitectura de las inns. La capacidad de los mejores de estos teatros andaba en torno a los dos mil espectadores. El primero de estos locales fue llamado simplemente The Theater. Lo construyó en 1576 el actor-tramoyista James Burbage. El escenario consistía en una plataforma cuadrada de unos catorce metros de ancho por nueve de fondo -las medidas del Fortune-, y que se sitúa ante un muro con dos puertas. Allí tiene lugar la casi totalidad de la acción dramática, aunque, por encima de esa plataforma, existe una galería que puede acoger a otros actores y músicos, a veces ocultos al público. Esa galería era utilizada para las escenas de balcón (Romeo, y Julieta), pero también podía simular una muralla vigilada por soldados (Macbeth). El espectador estaba muy próximo del actor, creando una comunicación teatral fácil y directa. En los teatros públicos era rara la presencia de decorados propiamente dichos. Más que de escenotecnia, estos teatros echan mano de elementos decorativos esquemáticos para indicar el lugar de la acción. De ahí la relevancia de los objetos para la configuración simbólica y afectiva de la representación, así como la ubicación de las diversas escenas de una obra. Los objetos se pueblan de este modo de una funcionalidad referencial múltiple. Si los personajes llevan antorchas en la mano es que se trata de una escena nocturna; simples arbustos en macetas nos trasladan a un bosque; el trono sitúa la acción en palacio; la corona será símbolo de realeza, etc. Esta ausencia de decorado y, por consiguiente, de localización referencial de la acción, es suplida por el propio texto, encargado de decir dónde se sitúa en cada momento la acción. Cuando el dramaturgo no lo indicaba así, solía hacerlo el actor de turno. Este procedimiento permitía gran agilidad en la acción, evitando interrupciones entre escenas. En alguna ocasión se empleaban carteles y anuncios. Con estas convenciones, el público isabelino, que además era auxiliado por los vestuarios que caracterizaban a los personajes, avisos y ambientaciones escénicas presentadas por fanfarrias, tambores y trompetas, podía seguir perfectamente el curso de los acontecimientos. Todo esto era posible porque el teatro isabelino, y particularmente Shakespeare, no sólo hizo caso omiso de las unidades del lugar y tiempo de la preceptiva clásica, sino que no respetó tampoco criterios de división del drama renacentista en cinco jornadas o actos. Shakespeare, en muchas de sus obras, ni siquiera marca la separación entre actos y escenas. Para el dramaturgo contaba más la poesía y la historia desarrollada por los personajes que el lujo externo de la escena. Y eso lo entendió siempre el auditorio. Por el contrario, en las representaciones de la Corte sí había decorados para figurar los distintos espacios Si el decorado no pareció inquietar a los empresarios de los teatros públicos, sí rivalizaron éstos en el vestuario de las compañías, que solía ser particularmente magnífico en las tragedias. Lo importante era dar idea del lujo y de la fastuosidad de los personajes representados. Importaba menos la fidelidad del vestuario a los usos de la época evocada. En el escenario desnudo el vestuario llamaba por sí y para sí la atención del espectador. Era un lujo sorprendente para los extranjeros que visitaban Inglaterra. La calidad de las ropas haría pensar, a primera vista, en un dispendio difícil de asumir por la administración de estos teatros. Sin embargo, eso no era del todo real, ya que los vestuarios pasaban de una obra a otra, se podían adquirir de segunda mano, a veces eran donados por ilustres personalidades de la vida inglesa, etc. Se cuenta que era costumbre de algún gentleman dejar en testamento a los sirvientes el vestuario; a ellos no les resultaba difícil gestionar su venta, puesto que no los habrían usado ellos mismos.
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