El Decamerón

La obra más influyente de Boccaccio fue sin duda el Decamerón. En España, hay menciones de la obra ya desde 1440, y en la biblioteca de El Escorial se conserva el manuscrito más antiguo de la obra en lengua castellana, de mediados del siglo XV. La primera edición castellana de la obra data de 1496, en Sevilla; siguieron después las de Toledo (1524), Valladolid (1539) y Medina del Campo (1543). Desde entonces han sido numerosísimas las ediciones de la obra. El género del relato o novela tardó en cuajar en la literatura castellana. Son obras claramente deudoras del Decamerón las Novelas ejemplares (1613), de Cervantes, o las Novelas a Marcia Leonarda (1621-1624), de Lope de Vega.

El «Decamerón» (Estudio tomado de la página web: http://iestableroliteraturauniversal.wordpress.com/el-decameron/)

Así como el Cancionero de Petrarca será para los escritores del Renacimiento el máximo modelo de poesía, el Decamerón se con­vertirá en la prosa ejemplar en la cual la lengua vulgar ha alcanzado el primor de la latina.

Conviene no olvidar este aspecto, al enfocar el estudio del Decamerón. El excepcional mérito narrativo de esta obra reposa so­bre un arte trabajado y sabio en el cual la prosa, el bien decir, alcanza unos valo­res buscados y operantes. Por otra parte, la narración novelesca medieval, o sea la ficción con trama y peripecia, solía proyectarse hacia un pasado remoto: por ejemplo, las nove­las bretonas se colocaban en los lejanos tiempos del rey Arturo. Ya en el fabliaux francés se advierte una actitud nueva: el narrador refiere hechos que acaecen en su ambiente y en su tiempo, el suceso es actual, y por ende hay en él una crítica social más acusada e inmediata. El Decamerón señala el triunfo de esta actitud narrativa, y aunque va­rias de sus novelas se sitúen en tiempos pretéritos o en países lejanos, lo que im­pera en él es la inmediata proximidad temporal y geográfica. El mundo que circunda a Boccaccio se convierte en novela, pues el escritor, agudo y excelente observador, sabe excitar su imaginación con los elementos que tiene más a mano debido a ello la sociedad que le rodea, en su más realista faceta, se hace objeto de arte. Dante llevó su ambiente —sus enemigos políticos, sus amigos literarios— al trasmundo e hizo hablar a sus contemporáneos en el infierno, en el purgatorio y en el paraíso, reinos poblados de florentinos de toda clase; Boccaccio hará la hu­mana comedia de sus contemporáneos mientras éstos están con vida y sufren mi­serias, se entregan al vicio o realizan toda suerte de trampas y de engaños. De todos modos los seres que pueblan el hervidero de pasiones del Decamerón son por lo general personajillos de tres al cuarto que en la Divina Comedia forzosamente tendrían que confundirse entre las anónimas almas en pena. En los diez círculos del infierno dantesco hallamos conspicuos representantes de la seducción, la hipocresía, la adulación, el fraude, el engaño, etc.; en el Decamerón una turba de gente vulgar hace méritos para ocupar aquellos círculos infernales y ha instaurado en la tierra el reino de la malicia. Los moralistas se desgañitan y se esfuerzan en llevar por el buen camino a estos desgraciados sinvergüenzas; Boccaccio, desde su púlpito de escritor culto y burlón, se ríe de este mundillo y lo con­cierte en una maravilla de arte y de vida.

La terrible peste negra de 1348, que diezmó la población de Europa y que causó unos estragos apocalípticos, constituyó una verdadera sacudida espiritual. La miseria humana se hizo clara y patente y los esqueletos de millares de apestados insepultos presentaron a la sociedad desnuda. La Danza de la Muerte formó entonces un corro inmenso que hacía entrar a personas de todas clases y condiciones, igualándolas socialmente y derribando vanidades terrenales e ideales humanos. La sociedad quedaba propicia a ser contemplada con ojos realistas y a ser caricaturizada.

 

Boccaccio centra su Decamerón en las afueras de Florencia durante la peste 1348 (aunque seguramente escribió la obra unos años después, sobre 1350). Para huir de los estragos de la epidemia y liberarse de la melancolía y la aflicción, siete jovencitas y tres jóvenes, pertenecientes a la burguesía rica y cultivada, se encierran en  una casa de campo y se imponen el juego de relatar cada uno de ellos un cuento a lo largo de cada día, exceptuando los de respeto religioso. De esta suerte, en diez (deca, «diez», hemera, «día») se narran cien cuentos. Cada jornada va presidida por aquél o aquélla que es elegido rey o reina del día y éste puede imponer el tema en el que se centrarán los cuentos. Todos, a excepción de Dioneo, seguirán el plan establecido.

Estos diez narradores enmarcan los cuentos en una leve trama, que describe las distracciones a que se entregan los diez jóvenes durante su retiro, incluso los bailes y las canciones.

Esta técnica narrativa que une elementos dispares y halla una justificación literaria a la reunión procede sin duda de las grandes narraciones orientales, como las Mil y una noches.

En el Proemio, el autor expone los motivos que le llevan  a escribir este libro y señala, además, a quién se dirige especialmente, su lector modelo: las mujeres enamoradas.

En el prólogo Boccaccio describe en páginas impresionantes la peste en Florencia y narra la ocasión del encuentro de los diez jóvenes en una iglesia.

La reina de la primera jornada es Pampinea, joven hermosa y sensata, feliz en amores. En este primer día hay libertad en el tema de los cuentos, y éstos son de carácter tradicional (alguno: de ellos de origen árabe) o anecdótico. Destaca el de Ciappelletto, trágico y turbador, en el que el protagonista muere engañando a todo el mundo con una confesión edificante que le gana fama de santo, terrible burla solitaria.

Filomena es la reina de la segunda jornada, en la cual se narran historias de personajes que, a pesar de un destino adverso, consiguen realizar sus deseos. Son cuentos de peripecias extraordinarias, de largos viajes como el de Alatiel, hija del soldán de Babilonia, de navegaciones y corsarios; es notable por su macabro humorismo el de Andreuccio de Perugia.

Neifile, ingenuamente lasciva, es la reina de la tercera jornada, en la que se desarrollan cuentos sobre personas que logran una cosa largamente deseada o recuperan lo perdido, lo que hace que los narradores procuren emularse y su­perarse en el relato de historias escabrosas en las que el ingenio, el engaño y la mentira se ponen al servicio de la lujuria, como el jardinero Masseto, que fingiéndose mudo hace romper el voto de castidad a todas las monjas de un convento; o el palafrenero que logra sustituir a su rey frente a la reina; el del clérigo que envía a una lejana penitencia al marido de la mujer que le gusta; el del abad que hace creer a un villano que ha muerto y que pena en el purgatorio; el de la joven y hermosa sarracena, Alibech, y el ermitaño de la Tebaida, etc.

La cuarta jornada, en la que es rey Filóstrato, amante desesperado, se inicia con una autodefensa de Boccaccio. Seguramente, que el Decamerón  fue apareciendo en distintas partes, por eso al llevar a esta jornada ya Boccaccio tiene duras críticas y se tiene que defender. Las anteriores novelas han sido tildadas de indecentes, de no corresponder a la realidad de los hechos y de que el autor se preocupa demasiado por complacer a las mujeres con vanidades y relatos frívolos. Boccaccio se zafa graciosamente de tales acusaciones, conminando a sus detractores a que muestren «los originales» de sus historias y recordando que grandes poetas como Guido Cavalcanti o Dante, también escribieron versos para complacer a las mujeres. De aquéllos cuyos amores tuvieron fin desdichado trata esta jornada, en la cual los cuentos son anécdotas vivificadas con nombres históricos, como la hija de Tancredo de Salerno, el trovador catalán Guilhem de Cabestany (de quien se narra la leyenda del corazón comido), pero no faltan las situaciones novelescas y livianas, como en el famoso e irreverente cuento del arcángel San Gabriel y el de la mujer del cirujano y el presunto cadáver de su amante.

Fiammetta, la perfecta enamorada, es la reina de la jornada quinta, que trata de casos de amor acabados felizmente, por lo general de trama complicada.

La sexta jornada de la que es reina Elisa, doncella que ama sin ser correspondida, versa sobre agudezas o frases ingeniosas que han salvado de peligros: anécdotas breves y tajantes, algunas de tema tradicional y otras tomadas de personajes famosos, como Guido Cavalcanti y el pintor Giotto. La jornada se cierra con la divertida historia de fraile Cipolla (cebolla), sátira de los sermones grotescos y de la credulidad del pueblo.

La séptima, de la que es rey el despreocupado y gracioso Dioneo, versa sobre las burlas que las mujeres han hecho a sus maridos, y es un conjunto de trampas y argucias femeni­nas, de las que son víctimas maridos crédulos y estúpidos y que acaban con la escandalosa victoria de la sensualidad.

Lauretta es la reina de la jornada octava, cuyo tema son las burlas que a diario hace la mujer al hombre, o el hombre a la mujer o el hombre a otro hombre; son cuentos basados en astucias bien calculadas y en los más hábiles engaños de que los listos hacen víctimas a los tontos y en que la inteli­gencia humana triunfa sobre la candidez, de la cual es representante Calandrino, personaje de varios cuentos del Decamerón.

La presuntuosa Emilia es la reina de la jornada novena, en la cual, como en la primera, la elección de los temas de los cuentos es libre. Campea en ella la obscenidad, que llega a su mayor extremo en el cuento de Gianni di Barolo, y la burla anticlerical, en el de la abadesa; el ingenuo Calandrino, convencido por sus bribones amigos de que está a punto de dar a luz, da motivo a uno de los cuentos más divertidos del Decamerón.

La última jornada la que es rey el noble y reposado Pánfilo, propone temas serios y graves. Historias ejemplares, alusivas a señores y reyes históricos (Alfonso de España, Pedro de Aragón, etc.), a las cruzadas y a la antigüedad, se exponen gravemente para cerrar­le el gran conjunto narrativo con la inverosímil historia de la paciente Griselda, ejemplo de fe conyugal, victoriosa en las más duras pruebas, único relato del Decamerón que gustó a Petrarca, el cual, en homenaje a su gran amigo Boccaccio, lo tradujo en una elegantísima prosa latina.


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Estos diez jóvenes florentinos, elegantes, cultos y espirituales, alejados de la ciudad apestada, llena de muerte y miseria, se ríen del mundo de la sensualidad, de la bribonería, el engaño, la malicia, la hipocresía y la estupidez, pasioncillas de gente baja e ignorante, de vividores y de pícaros. Lo grotesco y lo vil de esta sociedad aparece ante nuestros ojos como una abigarrada comedia a la que Boccaccio ha querido dar una apariencia de verdad concreta envolviendo su auténtica verdad humana. De ahí que a todos los personajes se les den nombres y apellidos preci­sos, se puntualice su patria y su profesión, se les señalen notas marginales concre­tas y se les haga viajar por ciudades determinadas y por lo común próximas y de todos conocidas. Los asuntos de los cuentos de Boccaccio pueden derivar de muy distintas fuentes —Mil y una noches, fabliaux, Apuleyo, etc.—, pero lo importante es que tramas y narraciones co­nocidas se sitúan en una sociedad contemporánea e inmediata precisamente en lo que para los diez narradores constituye el vulgo. Las siete doncellas y los tres jóvenes que viven apartados en el campo y sin que se sepa nada de sus familias, se pasan diez días refiriendo cuentos en la mayoría de los cuales campea la obscenidad sin que ésta les manche. Su vida es casta y sus placeres son puramente intelectuales; y es que su refinada y hasta cierto modo enfermiza mentalidad les ha llevado al punto de divertirse con la narración de los vicios del vulgo, de los que ellos, enamorados sentimentales y cultos, se hallan totalmente alejados. Lo que buscan es huir de la melancolía y de la tristeza en momentos de miseria y de muerte, y ahí radica, precisamente, la explícita finalidad que Boccaccio da al Decamerón en su conclusión, o mejor justificación, final: «Si los sermones de los frailes están hoy día llenos de agudezas, de cuentos y de mofas para avergonzar a hombres de sus culpas, consideré que estos mismos no estarían mal en mis cuentos, escritos para ahuyentar la melancolía de las mujeres».

Pero quizá la verdadera esencia del Decamerón sea la alegría. Esta obra es fundamentalmente una obra alegre y se ha escrito para provocar la risa en las personas inteligentes, como lo son los diez narradores, para los cuales el mundo de bellacos, pícaros, ladrones, necios y sensuales que constituyen el vulgo son como los bufones o histriones de una corte, cuya única finalidad es divertir a las clases elevadas. Boccaccio no adopta en modo alguno una actitud moral frente a la vileza de sus personajillos; le divierten precisamente por ser tal como son y por nada del mundo quisiera que se enmendaran, pues al fin y al cabo sabe que todos ellos tienen un sitio reservado en el infierno dantesco. Boccaccio pretende suscitar la risa, y para ello busca lo cómico y lo ridículo en la ignorancia y en la maldad, y lo hace con completa conciencia artística.

 

Estilo

El artista se manifiesta con todo su poder en la prosa. En el Decamerón hallamos la primera obra maestra de la prosa europea moderna y el más refinado estilo de Boccaccio. El que se viene llamando «período boccaccesco» es, fundamental­mente, una perfecta modelación de la frase italiana sobre la latina. La frase de Boccaccio, sintaxis convertida en belleza, se abre y se cierra en una curva perfectamente medida, en la que los incisos van cabalmente colocados, las palabras dispuestas de acuerdo con una calculada armonía de acentos, el hipérbaton llega hasta donde permite la flexibilidad de Ia lengua moderna y los verbos suelen llenarse de eficiencia al ocupar el último lugar. Da la impresión de que son imprescindibles todas las voces que forman la oración, aunque sean meros adornos retóricos no necesarios para la expresión de la idea. A base de la más bella y culta retórica Boccaccio es capaz de escribir vulgaridades y lugares comunes cuya vaciedad queda disimulada por el estilo y cuya lectura agrada. Este tipo de período amplio y majestuoso es la gran creación de la prosa de Boccaccio así como la octava rima es su gran creación en el verso; ambas son formas de expresión llenas y sonoras que convierten al discurso, rimado o no, en una sucesión encadenamiento de cuadros primorosos y acabados. En el Decamerón, libro de alegría y destinado a provocar la risa, lo único serio es precisamente el estilo, trabajado con un cuidado sumo y surgido de una mente ordenada y equilibrada, sensible a la belleza verbal y a la musicalidad de la frase. Este estilo ciceroniano, que simultáneamente Petrarca empleaba en sus obras en latín, parece a primera vista el vehículo menos indicado para la expresión de cuentos livianos. Pero en esto está, cabalmente, el mérito de Boccaccio, en haber dignificado una vil y vul­gar materia con el más afiligranado y sutil estilo de prosa. El período boccaccesco será durante cerca de dos siglos un ejemplo de prosa que tal vez causará más estra­gos que beneficios, pues no todos los prosistas tendrán la mesura del autor del Decamerón, que sabe hasta qué punto puede llegar en el retorcimiento de la frase sin que se malogre la elegancia y que, con buen sentido del equilibrio en una obra tan extensa, sabe prescindir de la dicción culta y periódica en algunos de sus cuentos, escritos en una prosa más natural y menos alambicada.

 


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